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August 17, 2018

Exhortación Apostólica Gaudate et Exsultate, sobre el llamado a la santidad (Parte 4)

Sigamos leyendo lo que el Papa Francisco nos escribe en la Exhortación Apostólica Gaudate et Exsultate, sobre el llamado a la santidad en el mundo actual del 19 de Marzo de 2018

 

Capítulo Cuarto

 

Algunas notas de santidad en el mundo actual


110 Dentro del gran marco de la santidad que nos proponen las bienaventuranzas y Mateo 25,31-46, quisiera recoger algunas notas o expresiones espirituales que, a mi juicio, no deben faltar para entender el estilo de vida al que el Señor nos llama. No me detendré a explicar los medios de santificación que ya conocemos: los distintos métodos de oración, los preciosos sacramentos de la Eucaristía y la Reconciliación, la ofrenda de sacrificios, las diversas formas de devoción, la dirección espiritual, y tantos otros. Solo me referiré a algunos aspectos del llamado a la santidad que espero resuenen de modo especial.

111 Estas notas que quiero destacar no son todas las que pueden conformar un modelo de santidad, pero son cinco grandes manifestaciones del amor a Dios y al prójimo que considero de particular importancia, debido a algunos riesgos y límites de la cultura de hoy. En ella se manifiestan: la ansiedad nerviosa y violenta que nos dispersa y nos debilita; la negatividad y la tristeza; la acedia cómoda, consumista y egoísta; el individualismo, y tantas formas de falsa espiritualidad sin encuentro con Dios que reinan en el mercado religioso actual.

 

Aguante, paciencia y mansedumbre


112 La primera de estas grandes notas es estar centrado, firme en torno a Dios que ama y que sostiene. Desde esa firmeza interior es posible aguantar, soportar las contrariedades, los vaivenes de la vida, y también las agresiones de los demás, sus infidelidades y defectos: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?» (Rm 8,31).Esto es fuente de la paz que se expresa en las actitudes de un santo. A partir de tal solidez interior, el testimonio de santidad, en nuestro mundo acelerado, voluble y agresivo, está hecho de paciencia y constancia en el bien. Es la fidelidad del amor, porque quien se apoya en Dios (pistis) también puede ser fiel frente a los hermanos (pistós), no los abandona en los malos momentos, no se deja llevar por su ansiedad y se mantiene al lado de los demás aun cuando eso no le brinde satisfacciones inmediatas.

113 San Pablo invitaba a los romanos a no devolver «a nadie mal por mal» (Rm 12,17), a no querer hacerse justicia «por vuestra cuenta» (v.19), y a no dejarse vencer por el mal, sino a vencer «al mal con el bien» (v.21). Esta actitud no es expresión de debilidad sino de la verdadera fuerza, porque el mismo Dios «es lento para la ira pero grande en poder» (Na 1,3). La Palabra de Dios nos reclama: «Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda maldad» (Ef 4,31).

114 Hace falta luchar y estar atentos frente a nuestras propias inclinaciones agresivas y egocéntricas para no permitir que se arraiguen: «Si os indignáis, no lleguéis a pecar; que el sol no se ponga sobre vuestra ira» (Ef 4,26). Cuando hay circunstancias que nos abruman, siempre podemos recurrir al ancla de la súplica, que nos lleva a quedar de nuevo en las manos de Dios y junto a la fuente de la paz: «Nada os preocupe; sino que, en toda ocasión, en la oración y en la súplica, con acción de gracias, vuestras peticiones sean presentadas a Dios. Y la paz de Dios, que supera todo juicio, custodiará vuestros corazones» (Flp 4,6-7).

115 También los cristianos pueden formar parte de redes de violencia verbal a través de internet y de los diversos foros o espacios de intercambio digital. Aun en medios católicos se pueden perder los límites, se suelen naturalizar la difamación y la calumnia, y parece quedar fuera toda ética y respeto por la fama ajena. Así se produce un peligroso dualismo, porque en estas redes se dicen cosas que no serían tolerables en la vida pública, y se busca compensar las propias insatisfacciones descargando con furia los deseos de venganza. Es llamativo que a veces, pretendiendo defender otros mandamientos, se pasa por alto completamente el octavo: «No levantar falso testimonio ni mentir», y se destroza la imagen ajena sin piedad. Allí se manifiesta con descontrol que la lengua «es un mundo de maldad» y «encendida por el mismo infierno, hace arder todo el ciclo de la vida» (St 3,6).

116 La firmeza interior que es obra de la gracia, nos preserva de dejarnos arrastrar por la violencia que invade la vida social, porque la gracia aplaca la vanidad y hace posible la mansedumbre del corazón. El santo no gasta sus energías lamentando los errores ajenos, es capaz de hacer silencio ante los defectos de sus hermanos y evita la violencia verbal que arrasa y maltrata, porque no se cree digno de ser duro con los demás, sino que los considera como superiores a uno mismo (cf. Flp 2,3).

117 No nos hace bien mirar desde arriba, colocarnos en el lugar de jueces sin piedad, considerar a los otros como indignos y pretender dar lecciones permanentemente. Esa es una sutil forma de violencia[95]. San Juan de la Cruz proponía otra cosa: «Sea siempre más amigo de ser enseñado por todos que de querer enseñar aun al que es menos que todos»[96]. Y agregaba un consejo para tener lejos al demonio: «Gozándote del bien de los otros como de ti mismo, y queriendo que los pongan a ellos delante de ti en todas las cosas, y esto con verdadero corazón. De esta manera vencerás el mal con el bien y echarás lejos al demonio y traerás alegría de corazón. Procura ejercitarlo más con los que menos te caen en gracia. Y sabe que si no ejercitas esto, no llegarás a la verdadera caridad ni aprovecharás en ella»[97].

118 La humildad solamente puede arraigarse en el corazón a través de las humillaciones. Sin ellas no hay humildad ni santidad. Si tú no eres capaz de soportar y ofrecer algunas humillaciones no eres humilde y no estás en el camino de la santidad. La santidad que Dios regala a su Iglesia viene a través de la humillación de su Hijo, ése es el camino. La humillación te lleva a asemejarte a Jesús, es parte ineludible de la imitación de Jesucristo: «Cristo padeció por vosotros, dejándoos un ejemplo para que sigáis sus huellas» (1 P 2,21). Él a su vez expresa la humildad del Padre, que se humilla para caminar con su pueblo, que soporta sus infidelidades y murmuraciones (cf. Ex 34,6-9; Sb 11,23-12,2; Lc 6,36). Por esta razón los Apóstoles, después de la humillación, «salieron del Sanedrín dichosos de haber sido considerados dignos de padecer por el nombre de Jesús» (Hch 5,41).

119 No me refiero solo a las situaciones crudas de martirio, sino a las humillaciones cotidianas de aquellos que callan para salvar a su familia, o evitan hablar bien de sí mismos y prefieren exaltar a otros en lugar de gloriarse, eligen las tareas menos brillantes, e incluso a veces prefieren soportar algo injusto para ofrecerlo al Señor: «En cambio, que aguantéis cuando sufrís por hacer el bien, eso es una gracia de parte de Dios» (1 P 2,20). No es caminar con la cabeza baja, hablar poco o escapar de la sociedad. A veces, precisamente porque está liberado del egocentrismo, alguien puede atreverse a discutir amablemente, a reclamar justicia o a defender a los débiles ante los poderosos, aunque eso le traiga consecuencias negativas para su imagen.

120 No digo que la humillación sea algo agradable, porque eso sería masoquismo, sino que se trata de un camino para imitar a Jesús y crecer en la unión con él. Esto no se entiende naturalmente y el mundo se burla de semejante propuesta. Es una gracia que necesitamos suplicar: «Señor, cuando lleguen las humillaciones, ayúdame a sentir que estoy detrás de ti, en tu camino».

 121 Tal actitud supone un corazón pacificado por Cristo, liberado de esa agresividad que brota de un yo demasiado grande. La misma pacificación que obra la gracia nos permite mantener una seguridad interior y aguantar, perseverar en el bien «aunque camine por cañadas oscuras» (Sal 23,4) o «si un ejército acampa contra mí» (Sal 27,3). Firmes en el Señor, la Roca, podemos cantar: «En paz me acuesto y enseguida me duermo, porque tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo» (Sal 4,9). En definitiva, Cristo «es nuestra paz» (Ef 2,14), vino a «guiar nuestros pasos por el camino de la paz» (Lc 1,79). Él transmitió a santa Faustina Kowalska que «la humanidad no encontrará paz hasta que no se dirija con confianza a la misericordia divina»[98]. Entonces no caigamos en la tentación de buscar la seguridad interior en los éxitos, en los placeres vacíos, en las posesiones, en el dominio sobre los demás o en la imagen social: «Os doy mi paz; pero no como la da el mundo» (Jn 14,27).

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August 11, 2018

Exhortación Apostólica Gaudate et Exsultate, sobre el llamado a la santidad (Parte 3)

Sigamos leyendo lo que el Papa Francisco nos escribe en la Exhortación Apostólica Gaudate et Exsultate, sobre el llamado a la santidad en el mundo actual del 19 de Marzo de 2018

 

Capítulo Tercero 

 

A la luz del Maestro


63 Puede haber muchas teorías sobre lo que es la santidad, abundantes explicaciones y distinciones. Esa reflexión podría ser útil, pero nada es más iluminador que volver a las palabras de Jesús y recoger su modo de transmitir la verdad. Jesús explicó con toda sencillez qué es ser santos, y lo hizo cuando nos dejó las bienaventuranzas (cf. Mt 5,3-12; Lc 6,20-23). Son como el carnet de identidad del cristiano. Así, si alguno de nosotros se plantea la pregunta: «¿Cómo se hace para llegar a ser un buen cristiano?», la respuesta es sencilla: es necesario hacer, cada uno a su modo, lo que dice Jesús en el sermón de las bienaventuranzas[66]. En ellas se dibuja el rostro del Maestro, que estamos llamados a transparentar en lo cotidiano de nuestras vidas.

64 La palabra «feliz» o «bienaventurado», pasa a ser sinónimo de «santo», porque expresa que la persona que es fiel a Dios y vive su Palabra alcanza, en la entrega de sí, la verdadera dicha.

 

A contracorriente


65 Aunque las palabras de Jesús puedan parecernos poéticas, sin embargo van muy a contracorriente con respecto a lo que es costumbre, a lo que se hace en la sociedad; y, si bien este mensaje de Jesús nos atrae, en realidad el mundo nos lleva hacia otro estilo de vida. Las bienaventuranzas de ninguna manera son algo liviano o superficial; al contrario, ya que solo podemos vivirlas si el Espíritu Santo nos invade con toda su potencia y nos libera de la debilidad del egoísmo, de la comodidad, del orgullo.

66 Volvamos a escuchar a Jesús, con todo el amor y el respeto que merece el Maestro. Permitámosle que nos golpee con sus palabras, que nos desafíe, que nos interpele a un cambio real de vida. De otro modo, la santidad será solo palabras. Recordamos ahora las distintas bienaventuranzas en la versión del evangelio de Mateo (cf. Mt 5,3-12)[67].


«Felices los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos».

67 El Evangelio nos invita a reconocer la verdad de nuestro corazón, para ver dónde colocamos la seguridad de nuestra vida. Normalmente el rico se siente seguro con sus riquezas, y cree que cuando están en riesgo, todo el sentido de su vida en la tierra se desmorona. Jesús mismo nos lo dijo en la parábola del rico insensato, de ese hombre seguro que, como necio, no pensaba que podría morir ese mismo día (cf. Lc 12,16-21) .

68 Las riquezas no te aseguran nada. Es más: cuando el corazón se siente rico, está tan satisfecho de sí mismo que no tiene espacio para la Palabra de Dios, para amar a los hermanos ni para gozar de las cosas más grandes de la vida. Así se priva de los mayores bienes. Por eso Jesús llama felices a los pobres de espíritu, que tienen el corazón pobre, donde puede entrar el Señor con su constante novedad.

69 Esta pobreza de espíritu está muy relacionada con aquella «santa indiferencia» que proponía san Ignacio de Loyola, en la cual alcanzamos una hermosa libertad interior: «Es menester hacernos indiferentes a todas las cosas criadas, en todo lo que es concedido a la libertad de nuestro libre albedrío, y no le está prohibido; en tal manera, que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás»[68].

70 Lucas no habla de una pobreza «de espíritu» sino de ser «pobres» a secas (cf. Lc 6,20), y así nos invita también a una existencia austera y despojada. De ese modo, nos convoca a compartir la vida de los más necesitados, la vida que llevaron los Apóstoles, y en definitiva a configurarnos con Jesús, que «siendo rico se hizo pobre» (2 Co 8,9).

Ser pobre en el corazón, esto es santidad.

«Felices los mansos, porque heredarán la tierra».

71 Es una expresión fuerte, en este mundo que desde el inicio es un lugar de enemistad, donde se riñe por doquier, donde por todos lados hay odio, donde constantemente clasificamos a los demás por sus ideas, por sus costumbres, y hasta por su forma de hablar o de vestir. En definitiva, es el reino del orgullo y de la vanidad, donde cada uno se cree con el derecho de alzarse por encima de los otros. Sin embargo, aunque parezca imposible, Jesús propone otro estilo: la mansedumbre. Es lo que él practicaba con sus propios discípulos y lo que contemplamos en su entrada a Jerusalén: «Mira a tu rey, que viene a ti, humilde, montado en una borrica» (Mt 21,5; cf. Za 9,9).

72 Él dijo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas» (Mt 11,29). Si vivimos tensos, engreídos ante los demás, terminamos cansados y agotados. Pero cuando miramos sus límites y defectos con ternura y mansedumbre, sin sentirnos más que ellos, podemos darles una mano y evitamos desgastar energías en lamentos inútiles. Para santa Teresa de Lisieux «la caridad perfecta consiste en soportar los defectos de los demás, en no escandalizarse de sus debilidades»[69].

73 Pablo menciona la mansedumbre como un fruto del Espíritu Santo (cf. Ga 5,23). Propone que, si alguna vez nos preocupan las malas acciones del hermano, nos acerquemos a corregirle, pero «con espíritu de mansedumbre» (Ga 6,1), y recuerda: «Piensa que también tú puedes ser tentado» (ibíd.). Aun cuando uno defienda su fe y sus convicciones debe hacerlo con mansedumbre (cf. 1 P3,16), y hasta los adversarios deben ser tratados con mansedumbre (cf. 2 Tm 2,25). En la Iglesia muchas veces nos hemos equivocado por no haber acogido este pedido de la Palabra divina.

 74 La mansedumbre es otra expresión de la pobreza interior, de quien deposita su confianza solo en Dios. De hecho, en la Biblia suele usarse la misma palabra anawin para referirse a los pobres y a los mansos. Alguien podría objetar: «Si yo soy tan manso, pensarán que soy un necio, que soy tonto o débil». Tal vez sea así, pero dejemos que los demás piensen esto. Es mejor ser siempre mansos, y se cumplirán nuestros mayores anhelos: los mansos «poseerán la tierra», es decir, verán cumplidas en sus vidas las promesas de Dios. Porque los mansos, más allá de lo que digan las circunstancias, esperan en el Señor, y los que esperan en el Señor poseerán la tierra y gozarán de inmensa paz (cf. Sal 37,9.11). Al mismo tiempo, el Señor confía en ellos: «En ese pondré mis ojos, en el humilde y el abatido, que se estremece ante mis palabras» (Is 66,2).

Reaccionar con humilde mansedumbre, esto es santidad.

July 19, 2018

Exhortación Apostólica Gaudate et Exsultate, sobre el llamado a la santidad (Parte 2)

Sigamos leyendo lo que el Papa Francisco nos escribe en la Exhortación Apostólica Gaudate et Exsultate, sobre el llamado a la santidad en el mundo actual del 19 de Marzo de 2018

 

Los santos de la puerta de al lado


6 No pensemos solo en los ya beatificados o canonizados. El Espíritu Santo derrama santidad por todas partes, en el santo pueblo fiel de Dios, porque «fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente»[3]. El Señor, en la historia de la salvación, ha salvado a un pueblo. No existe identidad plena sin pertenencia a un pueblo. Por eso nadie se salva solo, como individuo aislado, sino que Dios nos atrae tomando en cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que se establecen en la comunidad humana: Dios quiso entrar en una dinámica popular, en la dinámica de un pueblo.

7 Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad «de la puerta de al lado», de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios, o, para usar otra expresión, «la clase media de la santidad»[4].


8 Dejémonos estimular por los signos de santidad que el Señor nos presenta a través de los más humildes miembros de ese pueblo que «participa también de la función profética de Cristo, difundiendo su testimonio vivo sobre todo con la vida de fe y caridad»[5]. Pensemos, como nos sugiere santa Teresa Benedicta de la Cruz, que a través de muchos de ellos se construye la verdadera historia: «En la noche más oscura surgen los más grandes profetas y los santos. Sin embargo, la corriente vivificante de la vida mística permanece invisible. Seguramente, los acontecimientos decisivos de la historia del mundo fueron esencialmente influenciados por almas sobre las cuales nada dicen los libros de historia. Y cuáles sean las almas a las que hemos de agradecer los acontecimientos decisivos de nuestra vida personal, es algo que solo sabremos el día en que todo lo oculto será revelado»[6].

9 La santidad es el rostro más bello de la Iglesia. Pero aun fuera de la Iglesia Católica y en ámbitos muy diferentes, el Espíritu suscita «signos de su presencia, que ayudan a los mismos discípulos de Cristo»[7]. Por otra parte, san Juan Pablo II nos recordó que «el testimonio ofrecido a Cristo hasta el derramamiento de la sangre se ha hecho patrimonio común de católicos, ortodoxos, anglicanos y protestantes»[8]. En la hermosa conmemoración ecuménica que él quiso celebrar en el Coliseo, durante el Jubileo del año 2000, sostuvo que los mártires son «una herencia que habla con una voz más fuerte que la de los factores de división»[9].

July 19, 2018

Exhortación Apostólica Gaudate et Exsultate, sobre el llamado a la santidad

Leamos lo que el Papa Francisco nos escribe en la Exhortación Apostólica Gaudate et Exsultate, sobre el llamado a la santidad en el mundo actual del 19 de Marzo de 2018

 

En comunidad


140 Es muy difícil luchar contra la propia concupiscencia y contra las asechanzas y tentaciones del demonio y del mundo egoísta si estamos aislados. Es tal el bombardeo que nos seduce que, si estamos demasiado solos, fácilmente perdemos el sentido de la realidad, la claridad interior, y sucumbimos.

141 La santificación es un camino comunitario, de dos en dos. Así lo reflejan algunas comunidades santas. En varias ocasiones la Iglesia ha canonizado a comunidades enteras que vivieron heróicamente el Evangelio o que ofrecieron a Dios la vida de todos sus miembros. Pensemos, por ejemplo, en los siete santos fundadores de la Orden de los Siervos de María, en las siete beatas religiosas del primer monasterio de la Visitación de Madrid, en san Pablo Miki y compañeros mártires en Japón, en san Andrés Kim Taegon y compañeros mártires en Corea, en san Roque González, san Alfonso Rodríguez y compañeros mártires en Sudamérica. También recordemos el reciente testimonio de los monjes trapenses de Tibhirine (Argelia), que se prepararon juntos para el martirio. Del mismo modo, hay muchos matrimonios santos, donde cada uno fue un instrumento de Cristo para la santificación del cónyuge. Vivir o trabajar con otros es sin duda un camino de desarrollo espiritual. San Juan de la Cruz decía a un discípulo: estás viviendo con otros «para que te labren y ejerciten»[104].


142 La comunidad está llamada a crear ese «espacio teologal en el que se puede experimentar la presencia mística del Señor resucitado»[105]. Compartir la Palabra y celebrar juntos la Eucaristía nos hace más hermanos y nos va convirtiendo en comunidad santa y misionera. Esto da lugar también a verdaderas experiencias místicas vividas en comunidad, como fue el caso de san Benito y santa Escolástica, o aquel sublime encuentro espiritual que vivieron juntos san Agustín y su madre santa Mónica: «Cuando ya se acercaba el día de su muerte ―día por ti conocido, y que nosotros ignorábamos―, sucedió, por tus ocultos designios, como lo creo firmemente, que nos encontramos ella y yo solos, apoyados en una ventana que daba al jardín interior de la casa donde nos hospedábamos […]. Y abríamos la boca de nuestro corazón, ávidos de las corrientes de tu fuente, la fuente de vida que hay en ti […]. Y mientras estamos hablando y suspirando por ella [la sabiduría], llegamos a tocarla un poco con todo el ímpetu de nuestro corazón […] de modo que fuese la vida sempiterna cual fue este momento de intuición por el cual suspiramos»[106].
 

143 Pero estas experiencias no son lo más frecuente, ni lo más importante. La vida comunitaria, sea en la familia, en la parroquia, en la comunidad religiosa o en cualquier otra, está hecha de muchos pequeños detalles cotidianos. Esto ocurría en la comunidad santa que formaron Jesús, María y José, donde se reflejó de manera paradigmática la belleza de la comunión trinitaria. También es lo que sucedía en la vida comunitaria que Jesús llevó con sus discípulos y con el pueblo sencillo.

144 Recordemos cómo Jesús invitaba a sus discípulos a prestar atención a los detalles.

  • El pequeño detalle de que se estaba acabando el vino en una fiesta.

  • El pequeño detalle de que faltaba una oveja.

  • El pequeño detalle de la viuda que ofreció sus dos moneditas.

  • El pequeño detalle de tener aceite de repuesto para las lámparas por si el novio se demora.

  • El pequeño detalle de pedir a sus discípulos que vieran cuántos panes tenían.

  • El pequeño detalle de tener un fueguito preparado y un pescado en la parrilla mientras esperaba a los discípulos de madrugada.

143 La comunidad que preserva los pequeños detalles del amor[107], donde los miembros se cuidan unos a otros y constituyen un espacio abierto y evangelizador, es lugar de la presencia del Resucitado que la va santificando según el proyecto del Padre. A veces, por un don del amor del Señor, en medio de esos pequeños detalles se nos regalan consoladoras experiencias de Dios: «Una tarde de invierno estaba yo cumpliendo, como de costumbre, mi dulce tarea […]. De pronto, oí a lo lejos el sonido armonioso de un instrumento musical. Entonces me imaginé un salón muy bien iluminado, todo resplandeciente de ricos dorados; y en él, señoritas elegantemente vestidas, prodigándose mutuamente cumplidos y cortesías mundanas. Luego posé la mirada en la pobre enferma, a quien sostenía. En lugar de una melodía, escuchaba de vez en cuando sus gemidos lastimeros […]. No puedo expresar lo que pasó por mi alma. Lo único que sé es que el Señor la iluminó con los rayos de la verdad, los cuales sobrepasaban de tal modo el brillo tenebroso de las fiestas de la tierra, que no podía creer en mi felicidad»[108].

March 02, 2018

Leamos el Catecismo de la Iglesia Católica (3)

Lo que nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica sobre las imágenes
 

Imágenes sagradas


1159 La imagen sagrada, el icono litúrgico, representa principalmente a Cristo. No puede representar a Dios invisible e incomprensible; la Encarnación del Hijo de Dios inauguró una nueva "economía" de las imágenes:


«En otro tiempo, Dios, que no tenía cuerpo ni figura no podía de ningún modo ser representado con una imagen. Pero ahora que se ha hecho ver en la carne y que ha vivido con los hombres, puedo hacer una imagen de lo que he visto de Dios. [...] Nosotros sin embargo, revelado su rostro, contemplamos la gloria del Señor» (San Juan Damasceno, De sacris imaginibus oratio 1,16).
 

1160 La iconografía cristiana transcribe a través de la imagen el mensaje evangélico que la sagrada Escritura transmite mediante la palabra. Imagen y Palabra se esclarecen mutuamente:


«Para expresarnos brevemente: conservamos intactas todas las tradiciones de la Iglesia, escritas o no escritas, que nos han sido transmitidas sin alteración. Una de ellas es la representación pictórica de las imágenes, que está de acuerdo con la predicación de la historia evangélica, creyendo que, verdaderamente y no en apariencia, el Dios Verbo se hizo carne, lo cual es tan útil y provechoso, porque las cosas que se esclarecen mutuamente tienen sin duda una significación recíproca» (Concilio de Nicea II, año 787, Terminus: COD 111).


1161 Todos los signos de la celebración litúrgica hacen referencia a Cristo: también las imágenes sagradas de la Santísima Madre de Dios y de los santos. Significan, en efecto, a Cristo que es glorificado en ellos. Manifiestan "la nube de testigos" (Hb 12,1) que continúan participando en la salvación del mundo y a los que estamos unidos, sobre todo en la celebración sacramental. A través de sus iconos, es el hombre "a imagen de Dios", finalmente transfigurado "a su semejanza" (cf Rm 8,29; 1 Jn 3,2), quien se revela a nuestra fe, e incluso los ángeles, recapitulados también en Cristo:
 

«Siguiendo [...] la enseñanza divinamente inspirada de nuestros santos Padres y la Tradición de la Iglesia católica (pues reconocemos ser del Espíritu Santo que habita en ella), definimos con toda exactitud y cuidado que la imagen de la preciosa y vivificante cruz, así como también las venerables y santas imágenes, tanto las pintadas como las de mosaico u otra materia conveniente, se expongan en las santas iglesias de Dios, en los vasos sagrados y ornamentos, en las paredes y en cuadros, en las casas y en los caminos: tanto las imágenes de nuestro Señor Dios y Salvador Jesucristo, como las de nuestra Señora inmaculada la santa Madre de Dios, de los santos ángeles y de todos los santos y justos» (Concilio de Nicea II: DS 600).
 

1162 "La belleza y el color de las imágenes estimulan mi oración. Es una fiesta para mis ojos, del mismo modo que el espectáculo del campo estimula mi corazón para dar gloria a Dios" (San Juan Damasceno, De sacris imaginibus oratio 127). La contemplación de las sagradas imágenes, unida a la meditación de la Palabra de Dios y al canto de los himnos litúrgicos, forma parte de la armonía de los signos de la celebración para que el misterio celebrado se grabe en la memoria del corazón y se exprese luego en la vida nueva de los fieles

February 23, 2018

Leamos el Catecismo de la Iglesia Católica (2)

La fe es esa respuesta del hombre que recibe desde Dios una revelación. Recordemos que a un estímulo una reacción. Pues bien el estímulo es un Dios Todopoderoso que no cesa de manifestarse a todos nosotros, pero será que nos damos por enterados?. Aquí les propongo un texto del catecismo, que seguramente nos va a servir mucho para hacer más fuerte nuestra fe y nuestro compromiso con Dios.

PRIMERA PARTE: LA PROFESIÓN DE LA FE

PRIMERA SECCIÓN: «CREO»-«CREEMOS»

 

CAPÍTULO TERCERO: LA RESPUESTA DEL HOMBRE A DIOS

142 Por su revelación, «Dios invisible habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía» (DV 2). La respuesta adecuada a esta invitación es la fe.

143 Por la fe, el hombre somete completamente su inteligencia y su voluntad a Dios. Con todo su ser, el hombre da su asentimiento a Dios que revela (cf. DV 5). La sagrada Escritura llama «obediencia de la fe» a esta respuesta del hombre a Dios que revela (cf. Rm 1,5; 16,26).

ARTÍCULO 1: CREO

I La obediencia de la fe

 

144 Obedecer (ob-audire) en la fe es someterse libremente a la palabra escuchada, porque su verdad está garantizada por Dios, la Verdad misma. De esta obediencia, Abraham es el modelo que nos propone la Sagrada Escritura. La Virgen María es la realización más perfecta de la misma.

Abraham, «padre de todos los creyentes»

145 La carta a los Hebreos, en el gran elogio de la fe de los antepasados, insiste particularmente en la fe de Abraham: «Por la fe, Abraham obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba» (Hb 11,8; cf. Gn 12,1-4). Por la fe, vivió como extranjero y peregrino en la Tierra prometida (cf. Gn 23,4). Por la fe, a Sara se le otorgó el concebir al hijo de la promesa. Por la fe, finalmente, Abraham ofreció a su hijo único en sacrificio (cf. Hb 11,17).

 

146 Abraham realiza así la definición de la fe dada por la carta a los Hebreos: «La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven» (Hb 11,1). «Creyó Abraham en Dios y le fue reputado como justicia» (Rm 4,3; cf. Gn 15,6). Y por eso, fortalecido por su fe , Abraham fue hecho «padre de todos los creyentes» (Rm 4,11.18; cf. Gn15, 5).

 

147 El Antiguo Testamento es rico en testimonios acerca de esta fe. La carta a los Hebreos proclama el elogio de la fe ejemplar por la que los antiguos «fueron alabados» (Hb 11, 2.39). Sin embargo, «Dios tenía ya dispuesto algo mejor»: la gracia de creer en su Hijo Jesús, «el que inicia y consuma la fe» (Hb 11,40; 12,2).

 

María : «Dichosa la que ha creído»

148 La Virgen María realiza de la manera más perfecta la obediencia de la fe. En la fe, María acogió el anuncio y la promesa que le traía el ángel Gabriel, creyendo que «nada es imposible para Dios» (Lc 1,37; cf. Gn 18,14) y dando su asentimiento: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Isabel la saludó: «¡Dichosa la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1,45). Por esta fe todas las generaciones la proclamarán bienaventurada (cf. Lc 1,48).

149 Durante toda su vida, y hasta su última prueba (cf. Lc 2,35), cuando Jesús, su hijo, murió en la cruz, su fe no vaciló. María no cesó de creer en el «cumplimiento» de la palabra de Dios. Por todo ello, la Iglesia venera en María la realización más pura de la fe.

II "Yo sé en quién tengo puesta mi fe"(2 Tm 1,12)

 

Creer solo en Dios

150 La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado. En cuanto adhesión personal a Dios y asentimiento a la verdad que Él ha revelado, la fe cristiana difiere de la fe en una persona humana. Es justo y bueno confiarse totalmente a Dios y creer absolutamente lo que Él dice. Sería vano y errado poner una fe semejante en una criatura (cf. Jr 17,5-6; Sal 40,5; 146,3-4).

Creer en Jesucristo, el Hijo de Dios

151 Para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en Aquel que él ha enviado, «su Hijo amado», en quien ha puesto toda su complacencia (Mc 1,11). Dios nos ha dicho que les escuchemos (cf. Mc 9,7). El Señor mismo dice a sus discípulos: «Creed en Dios, creed también en mí» (Jn 14,1). Podemos creer en Jesucristo porque es Dios, el Verbo hecho carne: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1,18). Porque «ha visto al Padre» (Jn 6,46), él es único en conocerlo y en poderlo revelar (cf. Mt 11,27).

 

Creer en el Espíritu Santo

 

152 No se puede creer en Jesucristo sin tener parte en su Espíritu. Es el Espíritu Santo quien revela a los hombres quién es Jesús. Porque «nadie puede decir: "Jesús es Señor" sino bajo la acción del Espíritu Santo» (1 Co 12,3). «El Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios [...] Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios» (1 Co 2,10-11). Sólo Dios conoce a Dios enteramente. Nosotros creemos en el Espíritu Santo porque es Dios.

La Iglesia no cesa de confesar su fe en un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

February 13, 2018

Leamos el Catecismo de la Iglesia Católica

Ahora en el  Tiempo litúrgico de la Cuaresma quiero proponer que leamos en la  Segunda parte  del Catecismo:


La celebración del misterio cristiano - Segunda sección: Los siete sacramentos de la Iglesia
Capítulo segundo - Los sacramentos de curación y concretamente del artículo 4 - El Sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación la IV. La Penitencia interior

 

1430 Como ya en los profetas, la llamada de Jesús a la conversión y a la penitencia no mira, en primer lugar, a las obras exteriores "el saco y la ceniza", los ayunos y las mortificaciones, sino a la conversión del corazón, la penitencia interior. Sin ella, las obras de penitencia permanecen estériles y engañosas; por el contrario, la conversión interior impulsa a la expresión de esta actitud por medio de signos visibles, gestos y obras de penitencia (cf Jl2,12-13; Is 1,16-17; Mt 6,1-6. 16-18).
 

1431 La penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia. Esta conversión del corazón va acompañada de dolor y tristeza saludables que los Padres llamaron animi cruciatus (aflicción del espíritu), compunctio cordis (arrepentimiento del corazón) (cf Concilio de Trento: DS 1676-1678; 1705; Catecismo Romano, 2, 5, 4).
 

1432 El corazón del hombre es torpe y endurecido. Es preciso que Dios dé al hombre un corazón nuevo (cf Ez 36,26-27). La conversión es primeramente una obra de la gracia de Dios que hace volver a Él nuestros corazones: "Conviértenos, Señor, y nos convertiremos" (Lm 5,21). Dios es quien nos da la fuerza para comenzar de nuevo. Al descubrir la grandeza del amor de Dios, nuestro corazón se estremece ante el horror y el peso del pecado y comienza a temer ofender a Dios por el pecado y verse separado de él. El corazón humano se convierte mirando al que nuestros pecados traspasaron (cf Jn 19,37; Za 12,10).


«Tengamos los ojos fijos en la sangre de Cristo y comprendamos cuán preciosa es a su Padre, porque, habiendo sido derramada para nuestra salvación, ha conseguido para el mundo entero la gracia del arrepentimiento» (San Clemente Romano, Epistula ad Corinthios 7, 4).


1433 Después de Pascua, el Espíritu Santo "convence al mundo en lo referente al pecado" (Jn 16, 8-9), a saber, que el mundo no ha creído en el que el Padre ha enviado. Pero este mismo Espíritu, que desvela el pecado, es el Consolador (cf Jn 15,26) que da al corazón del hombre la gracia del arrepentimiento y de la conversión (cf Hch 2,36-38; Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, 27-48).


Después de haber leído esta parte del Catecismo quisiera que pensáramos en la importancia que reviste la penitencia y la reconciliación en nuestra vida cristiana, sobre todo ahora cuando en cuaresma nos preparamos para celebrar la Pascua de Cristo.

February 13, 2018

Miércoles de ceniza

MIÉRCOLES DE CENIZA

Inicio de Cuaresma

Muchas veces hemos vivido la experiencia del Miércoles de Ceniza, nos hemos convertido entonces en testigos y podemos sacar algunas conclusiones:

 

  1. La mayoría de los fieles que reciben la ceniza, lo hacen por tradición

  2. No hay una suficiente preparación para recibir la ceniza

  3. Para muchos no recibir la ceniza es pecado, y hasta se convierte en tema de confesión

  4. No hay una conciencia de clara acerca del compromiso espiritual que se adquiere al recibir la penitencia

  5. Algunos creen que para recibir la ceniza es necesario primero confesarse, es una idea errónea; el hecho de haberse impuesto la ceniza debe llevar consigo fortalecer o iniciar un proceso de conversión que se va haciendo día a día con la ayuda de Dios a través del Espíritu Santo

  6. Muchos entran a la iglesia, reciben la ceniza, pero no existe ni la menor intención de hacer un momento de oración.

  7. Hay muchos que reciben la ceniza, pero no tienen intención de hacer un itinerario cuaresmal

  8. Hay algunos que creen que la ceniza es un sacramento, pues no es un sacramento, se trata de un signo externo que indica que aquel que la porta está comprometido con su propia conversión.

 

Desde esta página quiero invitar para que vivamos este momento de la vida cristiana con mucha seriedad, es decir, que si vamos a dejar que nos pongan la ceniza en la frente, lo hagamos convencidos de la necesidad de revisar nuestra vida, descubrir nuestras falencias y seamos consecuentes en nuestra manera de ser con el signo visible que llevamos en la frente.

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December 06, 2017

¿Qué entendemos por Catecismo?

Pbro. Mauricio Molina - Párroco

 

La Iglesia llama Catecismo un contenido doctrinal  que nos enseña las verdades de la fe, muy pronto se llamó catequesis al conjunto de los esfuerzos realizados en la Iglesia para hacer discípulos, para ayudar a los hombres a creer que Jesús es el Hijo de Dios a fin de que, creyendo esto, tengan la vida en su nombre, y para educarlos e instruirlos en esta vida y construir así el Cuerpo de Cristo (cf. Juan Pablo II, Catechesi tradendae [CT] 1).

 

Desde esta perspectiva queremos, en este espacio ir dando algunas notas sobre el catecismo de la Iglesia Católica procurando que cada uno profundice en la propia fe, y al mismo tiempo se convierta en un auténtico catequista, es decir, en un discípulo de Cristo que enseña a los que quieren conocer la fe de la Iglesia en la cual nos identificamos.

January 25, 2018

Catecismo (1)

EL CATECISMO (1)


¿Qué entendemos por CATECISMO?


Es una buena pregunta, muchos aún recuerdan el catecismo del Padre Astete, que era un pequeño libro con una serie de preguntas con sus respectivas respuestas, que se aprendía de memoria, pero quizás le faltaba un elemento muy importante, que es precisamente una fundamentación bíblica, patrística y magisterial.


Ahora bien, tratemos de saber que es un catecismo. Es un libro (para nuestro caso de católicos) en donde se contiene la doctrina de la Iglesia Católica fundamentada en la Palabra de Dios como primer elemento, también en la Tradición (primeras reflexiones sobre la fe (Padres de la Iglesia) y el Magisterio de la Iglesia.


Nosotros como miembros de la Iglesia Católica tenemos dos componentes inseparables: religión y fe. En cuanto a la religión somos Cristianos y en cuanto a le fe somos Católicos. Desde este punto de vista podemos afirmar: No todo cristiano es CATÓLICO, pero sí todo católico es CRISTIANO.


Precisamente el CATECISMO nos ayudará a comprender estas dos realidades, además que nos enseña con argumentos cómo amar a Dios, cómo responderle y también cómo amar al prójimo, esto tiene que ver también con una enseñanza acerca de la moral.


Hoy quiero motivar al lector a que haga una pequeña inversión comprando dos extraordinarios libros que no pueden faltar en la casa de un católico: La Biblia y el Catecismo.


En próximos días les compartiré reflexiones acerca de cada uno de los números del CATECISMO, creo que será una oportunidad para vivir mejor nuestra condición de cristianos e hijos de la Iglesia y por tanto de Dios. 


Para que nos vamos ambientando quiero que conozcamos la palabras de Juan Pablo II el día en presentó oficialmente el CATECISMO a la Iglesia y al mundo:

 

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JUAN PABLO II
PRESENTACIÓN OFICIAL Y SOLEMNE
DEL CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

Lunes 7 de diciembre de 1992

 

Señores cardenales;
venerados hermanos;
representantes de los pueblos; 
amadísimos fieles; 
autoridades y ciudadanos de todo el mundo:

 

1. La santa Iglesia de Dios se alegra hoy porque, por singular don de la Providencia divina, puede celebrar solemnemente la promulgación del nuevo Catecismo, presentándolo de modo oficial a los fieles de todo el mundo. Doy vivamente las gracias al Dios del cielo y de la tierra, porque me concede vivir junto con vosotros este acontecimiento de incomparable riqueza e importancia.


Motivo de profunda alegría para la Iglesia universal es este don que hoy el Padre celeste hace a sus hijos, ofreciéndoles, con ese texto, la posibilidad de conocer mejor, a la luz de su Espíritu, "la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, del amor de Cristo" (cf. Ef 3, 18-19).


Benedicamus Domino!


2. Me siento profundamente agradecido a todos los que han colaborado de algún modo en la redacción del Catecismo de la Iglesia Católica. En especial, no puedo menos de complacerme y alegrarme con los miembros de la comisión y del comité de redacción, que durante estos seis años han trabajado, con unidad de sentimientos y propósitos, bajo la sabia dirección de su presidente, el señor cardenal Joseph Ratzinger. Os lo agradezco de corazón a todos y cada uno.


Vuestro esmero al exponer los contenidos de la fe de un modo conforme a la verdad bíblica, a la tradición genuina de la Iglesia y en especial, a las enseñanzas del concilio Vaticano II; el esfuerzo por poner de manifiesto lo que es fundamental y esencial en el anuncio cristiano; y el empeño de volver a expresar, con un lenguaje más adecuado a las exigencias del mundo de hoy, la verdad católica perenne, se ven hoy coronados por el éxito.


Vuestro infatigable trabajo, sostenido por la caridad de Cristo, que "nos apremia" (2 Co 5, 14) a ser testigos fieles y valientes de su palabra, ha hecho posible una empresa que, al comienzo e incluso durante el camino, muchos consideraban imposible.


3. Puse en marcha, a su tiempo, ese trabajo, acogiendo con gusto la solicitud de los padres sinodales, convocados en 1985 para celebrar el XX aniversario de la conclusión del concilio Vaticano II, pues reconocí en esa petición el deseo de actualizar una vez más, de un modo nuevo, el mandato perenne de Cristo: "Euntes ergo, docete omnes gentes... docentes eos servare omnia quaecumque mandavi vobis" (Mt 28, 19-20).


El Catecismo de la Iglesia Católica es un instrumento cualificado y autorizado, que los pastores de la Iglesia han querido que les sirviera ante todo a sí mismos como ayuda válida en el cumplimiento de la misión, recibida de Cristo, de anunciar y testimoniar la "buena nueva" a todos los hombres.


4. La publicación del texto debe considerarse, sin duda, como uno de los mayores acontecimientos de la historia reciente de la Iglesia, pues constituye un don precioso, al volver a proponer fielmente la doctrina cristiana de siempre: un don rico, por los temas tratados con esmero y profundidad; un don oportuno, dadas las exigencias y necesidades de la época moderna.


Sobre todo se trata de un don "verídico", es decir, un don que presenta la verdad revelada por Dios en Cristo y confiada por él a su Iglesia. El Catecismo expone esta verdad, a la luz del concilio Vaticano II, tal como es creída, celebrada, vivida y orada por la Iglesia, y lo hace con el fin de favorecer la adhesión indefectible a la persona de Cristo.


Ese servicio a la verdad colma a la Iglesia de gratitud y gozo, y le infunde una nueva valentía para realizar su misión en el mundo.


5. El Catecismo es, también, un don profundamente arraigado en el pasado. Acudiendo con frecuencia a la sagrada Escritura y a la inagotable Tradición apostólica, recoge, sintetiza y transmite la riqueza incomparable que, a lo largo de veinte siglos de historia, a pesar de las dificultades e incluso de las oposiciones, se ha convertido en patrimonio, siempre antiguo y siempre nuevo, de la Iglesia. Así se cumple, una vez más, la misión de la Esposa de Cristo de custodiar celosamente y hacer fructificar diligentemente el tesoro precioso que le viene de lo alto. No cambia nada de la doctrina católica de siempre. Lo que era fundamental y esencial, permanece.


Y, a pesar de eso, el tesoro vivo del pasado queda esclarecido y formulado de modo nuevo, con vistas a una mayor fidelidad a la verdad integral de Dios y del hombre, con la conciencia de que "una cosa es el depósito o las verdades de fe, y otra la manera con que son enunciadas, permaneciendo siempre iguales su significado y su sentido profundo" (Concilio Vaticano 1, constitución dogmática Dei Filius, cap. IV).


Este compendio de la fe y de la moral católica es, por tanto, un don privilegiado, pues en él converge y se recoge en síntesis armoniosa el pasado de la Iglesia, con su tradición, su historia de escucha, anuncio, celebración y testimonio de la Palabra, y con sus concilios, sus doctores y sus santos. A través de las generaciones sucesivas resuena, así, perenne y siempre actual, el magisterio evangélico de Cristo, que desde hace veinte siglos es luz de la humanidad.


6. El Catecismo es un don para el momento actual de la Iglesia. Su vínculo con lo que la Iglesia tiene de esencial y de venerable en su pasado le permite desempeñar su misión en el momento actual de la humanidad.


En este texto autorizado la Iglesia, con una nueva autoconciencia gracias a la luz del Espíritu, presenta a sus hijos el misterio de Cristo, en el que se refleja el esplendor del Padre.


La Iglesia, también mediante este instrumento cualificado, expresa y actúa su deseo constante y su búsqueda incansable de actualizar su rostro, a fin de que cada vez se manifieste mejor, en toda su belleza infinita, el rostro de Aquel que es el eternamente joven: Cristo.


Así cumple su misión de conocer cada vez de un modo más profundo, para testimoniar mejor en su armonía orgánica, la insondable riqueza de aquella Palabra a cuyo servicio está, "para enseñar puramente lo transmitido, pues por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, lo escucha devotamente, lo custodia celosamente, lo explica fielmente; y de este único depósito de la fe saca todo lo que propone como revelado por Dios para ser creído" (Dei Verbum, 10).


7. El Catecismo, por último, es un don orientado hacia el porvenir. De la meditada reflexión sobre el misterio de Cristo brota una enseñanza valiente y generosa, que la Iglesia dirige hacia el futuro, abierto hacia el tercer milenio.


No es fácil prever el influjo que tendrá este Catecismo. Pero es seguro que, con la gracia de Dios y la buena voluntad de los pastores y los fieles, puede constituir un instrumento válido y fecundo para ulteriores profundizaciones en los conocimientos y para una auténtica renovación espiritual y moral.


La adhesión consciente a la doctrina revelada genuina y completa, que el Catecismo presenta sintéticamente, favorecerá sin duda el progresivo cumplimiento del designio de Dios, "que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad" (1 Tm 2, 4).


8. Unidad en la verdad: ésta es la misión confiada por Cristo a su Iglesia, por la que trabaja activamente, invocándola ante todo de Aquel que lo puede todo y que fue el primero en orar al Padre, ante la inminencia de su muerte y resurrección, para que los creyentes fuesen "uno" (Jn 17, 21).


Una vez más, también mediante el don de este Catecismo, resulta claro que esta unión misteriosa y visible no se puede conseguir sin la identidad de la fe, sin la participación de la vida sacramental, sin la consiguiente coherencia de la vida moral, y sin la continua y fervorosa oración personal y comunitaria.


Al trazar las líneas de la identidad doctrinal católica, el Catecismo puede constituir un llamamiento amoroso también para cuantos no forman parte de la comunidad católica. Ojalá comprendan que este instrumento no restringe, sino que ensancha el ámbito de la unidad multiforme, ofreciendo nuevo impulso al camino hacia la plenitud de la comunión, que refleja y en cierto modo anticipa la unidad total de la ciudad celestial, "en la que reina la verdad, es ley la caridad, y su duración es la eternidad" (san Agustín, Epist. 138, 3).


9. El nuevo Catecismo quiere ser un don para todos. Con respecto a este texto, nadie se debe sentir ajeno, excluido o lejano, pues se dirige a todos, al estar implicado el Señor de todos, Jesucristo, el que anuncia y es anunciado, el esperado, el Maestro y el modelo de todo anuncio. El Catecismo trata de dar una respuesta satisfactoria a las exigencias de todos aquellos que en su sed, consciente o inconsciente, de verdad y de certeza, buscan a Dios y "se esfuerzan por hallarlo a tientas, por más que no se encuentra lejos de cada uno de nosotros" (Hch 17, 27).


Los hombres de hoy, como los de siempre, tienen necesidad de Cristo: lo buscan a través de múltiples caminos, a veces incomprensibles, lo invocan constantemente y lo desean con ansia. Ojalá que puedan encontrarlo, guiados por el Espíritu, gracias también a este instrumento del Catecismo.


10. Para que eso ocurra, es necesaria también la colaboración de todos nosotros y, en especial, de los que somos pastores del pueblo santo de Dios. De la misma manera que ha sido fundamental para la elaboración del Catecismo de la [iglesia Católica la amplia y fecunda colaboración del Episcopado, así también para su utilización, su actualización y su eficacia es y será indispensable sobre todo la aportación de los obispos, maestros de fe en la Iglesia. Sí, el Catecismo es un don confiado de manera especial a nosotros, los obispos. En vosotros, venerados hermanos, responsables de las comisiones doctrinales de las Conferencias episcopales esparcidas por el mundo, reunidos aquí junto al sepulcro de Pedro, se manifiesta el gozo de vuestros hermanos en el episcopado y de los hijos de la Iglesia, a quienes representáis: ellos dan gracias a Dios por poder disponer de este instrumento para el anuncio y el testimonio de su fe. Al mismo tiempo, vuestra participación en este solemne encuentro expresa la firme voluntad de utilizar, en los múltiples contextos eclesiales y culturales, ese documento que, como he afirmado ya en otras ocasiones (cf. Discurso a la Curia romana, 28 de junio de 1986; Discurso de aprobación del Catecismo, 25 de junio de 1992), debe constituir el "punto de referencia", la "carta magna" del anuncio profético, y sobre todo catequístico, especialmente a través de la elaboración de catecismos locales, nacionales o diocesanos, cuya mediación se ha de considerar indispensable.


De esos sentimientos y de esa voluntad vuestros ya se ha hecho portavoz también vuestro representante, el señor cardenal Bernard Francis Law, al que saludo cordialmente y doy las gracias de corazón.

 
11. Ahora, antes de concluir, deseo elevar mi pensamiento, con sentimientos de amor filial y devoto reconocimiento, a Aquella que acogió, meditó y donó la Palabra del Padre a la humanidad. Vuelve a nuestra mente, en esta solemne circunstancia, la exhortación del gran san Ambrosio: "Sit in singulis Mariae anima ut magnificet Dominum; sit in singulis spiritus Mariae ut exultet in Deo" (san Ambrosio, Expositio in Lucam, II, 26; PL 15, 1642).


La Virgen santa, cuya Inmaculada Concepción celebraremos mañana, nos ayude a acoger y apreciar este don precioso, y sea para nosotros modelo y apoyo al dar a los demás esa Palabra divina que el Catecismo de la Iglesia Católica presenta a los fieles y al mundo entero.

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