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II Domingo de Cuaresma

Marzo 17 de 2019

Imagen tomada de Google

Primera Lectura: Libro del Génesis 15, 5-12. 17-18

Salmo responsorial: Sal 26, 1. 7-8a. 8b-9abc. 13-14

Segunda lectura: Carta del Apóstol San Pablo a los Filipenses 3, 17—4, 1

Lectura del santo Evangelio según San Lucas 9, 28b-36


Reflexión


La vida del cristiano se desarrolla dentro de la esperanza, una experiencia que vivió de manera especial nuestro padre en la fe Abrahán, es allí, en esta realidad en donde se enraíza nuestra fe hoy, partiendo de una escucha a la voz de Dios y una obediencia a esa palabra, que no es otra cosa que dejar muchas cosas, a veces todo, para ir detrás de la realización de la promesa.


Hoy tenemos tantas voces que nos hablan, pero solo una es la que nos lleva a la tierra prometida, aquella que mana leche y miel.


San Pablo vuelve su mirada hacia aquellos que creen tener claro quién es Dios, pero se constata que es un dios equivocado, al Dios que nosotros debemos escuchar y seguir es el mismo Cristo que nos garantiza una vida nueva en el espíritu.


Abrahán que era ciudadano de Ur, por obediencia salió de ella hacia una tierra nueva, una tierra que se convirtió en el fundamento de la promesa, una tierra productiva, figura del Cielo, es que nosotros somos extranjeros en esta tierra, en este mundo, y como extranjeros debemos estar siempre dispuestos a salir con el alma bien dispuesta a tomar posesión de la tierra prometida.


San Pablo nos habla: “(...) El cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo.” (Fil 3,21) La promesa ahora no es de una tierra que mana leche y miel, que al fin y al cabo se tiene que seguir cultivando, se trata de una “tierra” que nos facilita estar junto a Dios por siempre, una “tierra” en la que no tendremos preocupaciones y todo será alegría y gozo en el mismo Señor.


En esta cuaresma tenemos que hacer el ejercicio de irnos transfigurando, esto es en un proceso continuo de conversión que nos permita cambiar de actitudes que nos amarran a a los dioses que hemos creado buscando nuestras propias conveniencias, claro desconociendo al mismo Dios, que nos invita a estar en comunión con Él.


Muchas veces, por no decir que todos los días, nos hablan de conversión, pero la verdad es que muy pocas veces hacemos eco de esta invitación y seguimos transitando por los mismo caminos viejos que cada vez nos mantienen en la oscuridad, es decir no nos dejan transfigurar el alma que es un camino de luz o que también lo podemos llamar de gracia.


Lograr la transfiguración es una tarea pendiente que termina con el paso que daremos de esta vida al encuentro con el Señor. La transfiguración es el fruto de la conversión, si no hay propósito de cambio, no habrá transfiguración, no habrá vida plena con el Señor.


No deberíamos despreciar los distintos caminos o las distintas oportunidades que tenemos de conversión de nuestro corazón, esto implica comprometernos con el Evangelio y aplicarlo a la vida cotidiana sin esperar un momento puntual de nuestra vida, pues cada momento de nuestra existencia debe ser aprovechado para dar pasos de transfiguración.


Caminar en la tiniebla es ir en contravía de la voluntad de Dios, Él mismo se ha manifestado como Luz, así guió al pueblo por el desierto, El mismo se llamó luz del mundo y por eso con el salmista confesamos esta realidad:


“El Señor es mi luz y mi salvación,

¿a quién temeré?

El Señor es la defensa de mi vida,

¿quién me hará temblar?” - Sal 26,1




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